Por: Claudia Tomino de Block
Cuando yo tenía 20 años, falleció repentinamente mi papa. Tuvo una subida muy fuerte de presión y se le produjo un derrame cerebral. Tenía solo 53 años.
Mi papa era una persona muy noble, muy servicial y con un gran amor por la vida. Disfrutaba reuniéndose con la familia y amigos y alegraba las reuniones con sus chistes, sus canciones y sus imitaciones. Siendo yo una adolescente recuerdo nuestras charlas después de almorzar los días sábados: a los dos nos gustaba la literatura, la filosofía, la música, hablábamos mucho de todo, de la vida. Cuando el falleció, mi mama quedo destruida y mi hermana con 17 años y yo tratamos de seguir adelante con la vida. Yo estudiaba profesorado de historia pero decidí ponerme a trabajar para “salir” de mi casa donde el clima de tristeza y duelo era “irrespirable”. Levantarme a la mañana era como “subir al Himalaya”. Así lo sentía yo. Caminar las cuadras hasta el colectivo, también me costaba muchísimo.
Un día, para cambiar un poco la rutina diaria, tome el colectivo en otra parada, y camine por otras calles. Allí vi algo que me sacudió interiormente: en una esquina había un tronco de árbol que había sido talado por la mitad. Por el enorme diámetro del tronco, deduje que había sido un árbol grande y fuerte. En medio de ese tronco robusto habían brotado dos ramitas nuevas con pequeñas hojas verdes y brillantes.
Al año siguiente una amiga me invito a un Retiro Espiritual en el que el Señor me salio al encuentro y pude sentir su Amor por mi. A partir de ese episodio, El fue renovando el follaje de mi vida con su Gracia y lentamente fue sanando mis heridas y las de mi familia.
Este testimonio lo escribo en memoria de mi papa, que falleció un 12 de agosto de 1977 y también para que otras personas que estén pasando por un doloroso duelo como el que pase yo, sepan que todas las heridas pueden ser sanadas por Jesús, si nos dejamos curar por su Amor. Gloria a El!!!